martes, 10 de marzo de 2009

La ignorancia...

Si perdieras rápidamente el irreflexivo placer de la ignorancia, para comenzar a transitar la plena responsabilidad del conocimiento, echo este que transformara lo que fue en lo que obsoletamente ahora es. ¿Qué harías?. El ilustrado conoce el velo, pero el ignorante ingenuo es incapaz de concebirse en este estado. En esencia la sabiduría contiene pues como atributo el deber intransferible de trascenderla por la simple y obligada evolución de las cosas. En el camino no trazado aún, la elemental pregunta: ¿Cómo hacerlo?. Mis ideas blanden entre el estremecimiento de la duda y el temor a la equivocación; ambas me llevan irremediablemente a la culpa o a la locura, aún así, sin conocer el destino de mi esfuerzo, comienzo con fe el registro del relato, el acontecer de mi historia... Quizás alguien me escuche...

Finalizaba la comunicación telefónica que todos los años a postrimerías de las navidades hacíamos religiosamente con mi madre, habiendo pugnado a destajo contra mis vecinos en una carrera virtual para comunicarme al continente desde el fin del mundo; la ciudad de Ushuaia, donde me encontraba por los años 1999. Había maldecido al servicio Telefónico hasta el hartazgo y a mi madre que se negaba sistemáticamente a instruirse en las artes del Internet, aún así, finalmente había atendido su voz calcina y suave tras la línea. Era una recia Argentina, posesiva y sobre protectora, al punto que cinco años antes, yo; en imperiosa necesidad, había huido del ceno maternal lo más lejos posible y mientras calmaba mi soberbia carestía de aire nuevo y fresco en la aventurada ciudad mas austral del planeta, ambos, ella y yo, masticábamos la tristeza del abandono en paradójica e incomprensible circunstancia, tristeza amarga que salpicaba desagradablemente el comienzo de aquél día.
La ventana del menudo y lujoso departamento alquilado me consentía como todas las mañanas. El amanecer bello de rojo y Azul intenso, el especial silencio, ni brisa ni aliento entorpecían o alteraban el perfecto balance del cuadro; la beldad simple, casi sagrada, la armonía de la reiterada representación que poco cambia, solo a los ojos del observador cuando este puede, o lo pretende su alma. Aquel (para mi), era uno de esos días, donde la conjunción del panorama prolijamente amalgamado se restringía al obvio y preciso lugar de siempre, una postal: el descanso de la colina que soportaba sobre su espalda el lujoso edificio de departamentos, la escalera de madera de Lenga prolijamente barnizada que permitía el largo descenso, el tapiz verde de hierba rala que lo cubría todo, las casas con techados rojo en ve, el abrigo interfecto de la suave niebla sobre la ciudad, la costanera despoblada y solitaria adherida a la bahía espléndida engalanada de frío azul, abrigada tímidamente por el rojo y tibio amanecer, la gente... todo igual, pero a su vez insólitamente extraño, desemejante, preludio quizás de la experiencia más increíble que expandiría mi espiritualidad a lugares insospechados. Si, a mi, intrascendente y cretino, simple como tal, ignorante y soberbio; a punto tal que solo a través de mi profundo e inútil ateismo descartaba, como todos; lo sacro, lo obvio simple e imperioso de la existencia del yo, claro; nuestros sentidos engañan, tal como ocurre ante el espejo, solo cuando se conoce el principio de su milagro el reflejo se convertirá en la descifrable ilusión de nuestro rostro. Así, sorprendidos ante la irrevocable prueba facilitada por el conocimiento, sucumbimos sorprendidos y asombrados como críos descubriendo la causa que generó el efecto. Así sería la espectacularidad de mi descubrimiento.

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