miércoles, 11 de marzo de 2009

Así era mi amor

¡ Hay ! Bella Ignorancia... Todo lo hacías menos pesado...
Complete el bolso y lo colgué de mis hombros, la llave en la cerradura hizo un sonido seco, crucé la calle hasta el automóvil húmedo de rocío, hacia frío. Los aburridos tramites que me esperaban en la ciudad de Río Grande a doscientos veinte kilómetros no justificaban ni siquiera el viaje; pero... el trabajo era así. El motor ronroneo suave, deje pasar un tiempo hasta que el habitáculo se puso cómodo y tibio, luego tranquilamente crucé la ciudad para desafiar la ruta. A mis treinta y cinco años estaba cansado de compartir la vida con migo mismo, Jeremías Biott me dije: “los años del monologo deben terminar”.Claro... Se llamaba Patricia y aún la extraño, no la he vuelto a ver. Clásico... solo tasamos nuestros sentimientos ante lo eventualmente perdido. La había conocido dos años atrás mientras paseaba a su perro, o quizás mejor, el perro la paseaba a ella; desanimada, des concentrada y sin rumbo, desfiló como todos los días ante mi, viéndome y viéndola en la costanera al volver de mi trabajo; Así era, todos los días a la misma hora, estrictamente en rutina sin excepción. Una vez nos saludamos, luego, en otro momento nos detuvimos, conversamos y caminamos juntos; el perro, ella y yo. Otro día paseaba sola sin el pastor, conversamos animadamente, Otro y otro y otro día; finalmente cambiamos de dirección. Desde ese momento los paseos, encuentros y conversaciones fueron más extensos y poco a poco más íntimos, luego el sexo y al fin creo, el amor. Bella, nunca supe cuando o como comenzó, solo ocurrió así, tan suave, casi sin intención; sin desearlo, pensarlo o planearlo; sobrevino sin saber ni entender porque, poco más o menos que un designio; el encuentro de dos agujas en un pajar o simplemente la comunión o afinidad al mismo espanto: la soledad. No se si la amaba, hoy creo que si, Ahora: ¿que es el amor? sino la necesidad permanente del otro, una parte de un todo desconocido, continente de la intimidad de dos. De igual manera había sobrevivido hasta aquel momento sin definir todos estos sentimientos y si debiera cambiar estos afectos, podía hacerlo a futuro, o por lo menos en mi ingenuidad eso pensaba. Uno cree que es infinito y estable, pero las cosas ocurren, lo bello o lo malo, lo cruento o lo alegre , lo triste o... en fin, la vida está compuesta del día a día, y sin embargo me entregaba con fe a la madre suerte, desvalorizando el presente, preparándome para el mañana sin saber a ciencia cierta si existía.
El control vehicular irritaba. Coloqué el cinturón de seguridad que protegería supuestamente mi vida y me apronte a comenzar el viaje. El sinuoso era bellísimo. El auto ondeaba de izquierda a derecha en bamboleo permanente, aceleré, encendí la radio. Las montañas bañadas por el manto verde de léngas y ñires eran quebradas por el asfalto negro sin señalamiento horizontal. Mi aburrido trabajo consistía en bienes raíces e iba en búsqueda de la firma de un terrateniente para una transferencia; por lo menos era una excusa para no estar encerrado ocho horas en la oficina. No era lo que había soñado para mi siendo joven, pero poco había echo para obtener mejor futuro, había abandonado la universidad pese a la insistencia de mis padres, pequeños personajes mayores que no entendían nada de la vida actual. Vaya ignorante y arrogante que debí ser. “Cosechas lo que siembras” decía mi padre que tristemente nos había abandonado a nuestra suerte con mi madre cuando apenas yo tenia ocho años, claro, habíamos intentado reconstruir nuestra confianza después de la adolescencia pero... Tenia razón y por supuesto nuestra relación era de su cosecha.

martes, 10 de marzo de 2009

La ignorancia...

Si perdieras rápidamente el irreflexivo placer de la ignorancia, para comenzar a transitar la plena responsabilidad del conocimiento, echo este que transformara lo que fue en lo que obsoletamente ahora es. ¿Qué harías?. El ilustrado conoce el velo, pero el ignorante ingenuo es incapaz de concebirse en este estado. En esencia la sabiduría contiene pues como atributo el deber intransferible de trascenderla por la simple y obligada evolución de las cosas. En el camino no trazado aún, la elemental pregunta: ¿Cómo hacerlo?. Mis ideas blanden entre el estremecimiento de la duda y el temor a la equivocación; ambas me llevan irremediablemente a la culpa o a la locura, aún así, sin conocer el destino de mi esfuerzo, comienzo con fe el registro del relato, el acontecer de mi historia... Quizás alguien me escuche...

Finalizaba la comunicación telefónica que todos los años a postrimerías de las navidades hacíamos religiosamente con mi madre, habiendo pugnado a destajo contra mis vecinos en una carrera virtual para comunicarme al continente desde el fin del mundo; la ciudad de Ushuaia, donde me encontraba por los años 1999. Había maldecido al servicio Telefónico hasta el hartazgo y a mi madre que se negaba sistemáticamente a instruirse en las artes del Internet, aún así, finalmente había atendido su voz calcina y suave tras la línea. Era una recia Argentina, posesiva y sobre protectora, al punto que cinco años antes, yo; en imperiosa necesidad, había huido del ceno maternal lo más lejos posible y mientras calmaba mi soberbia carestía de aire nuevo y fresco en la aventurada ciudad mas austral del planeta, ambos, ella y yo, masticábamos la tristeza del abandono en paradójica e incomprensible circunstancia, tristeza amarga que salpicaba desagradablemente el comienzo de aquél día.
La ventana del menudo y lujoso departamento alquilado me consentía como todas las mañanas. El amanecer bello de rojo y Azul intenso, el especial silencio, ni brisa ni aliento entorpecían o alteraban el perfecto balance del cuadro; la beldad simple, casi sagrada, la armonía de la reiterada representación que poco cambia, solo a los ojos del observador cuando este puede, o lo pretende su alma. Aquel (para mi), era uno de esos días, donde la conjunción del panorama prolijamente amalgamado se restringía al obvio y preciso lugar de siempre, una postal: el descanso de la colina que soportaba sobre su espalda el lujoso edificio de departamentos, la escalera de madera de Lenga prolijamente barnizada que permitía el largo descenso, el tapiz verde de hierba rala que lo cubría todo, las casas con techados rojo en ve, el abrigo interfecto de la suave niebla sobre la ciudad, la costanera despoblada y solitaria adherida a la bahía espléndida engalanada de frío azul, abrigada tímidamente por el rojo y tibio amanecer, la gente... todo igual, pero a su vez insólitamente extraño, desemejante, preludio quizás de la experiencia más increíble que expandiría mi espiritualidad a lugares insospechados. Si, a mi, intrascendente y cretino, simple como tal, ignorante y soberbio; a punto tal que solo a través de mi profundo e inútil ateismo descartaba, como todos; lo sacro, lo obvio simple e imperioso de la existencia del yo, claro; nuestros sentidos engañan, tal como ocurre ante el espejo, solo cuando se conoce el principio de su milagro el reflejo se convertirá en la descifrable ilusión de nuestro rostro. Así, sorprendidos ante la irrevocable prueba facilitada por el conocimiento, sucumbimos sorprendidos y asombrados como críos descubriendo la causa que generó el efecto. Así sería la espectacularidad de mi descubrimiento.